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Capítulo 1: El imperio de la seriedad
Extracto "El drama de las noticias"
“El fin del mundo llegará con una gran inundación el 20 de Febrero de 1524”
-Johannes Stoefther, astrólogo de la Universidad de Tubingen, Enero de 1524
El siglo XXI, símbolo durante generaciones de un futuro brillante, intergaláctico y feliz, se estrenó con una escena apocalíptica televisada en directo para todo el mundo. Un grupo coordinado de terroristas tomaron el control de varios aviones de pasajeros y lograron derribar con ellos las Torres Gemelas, los edificios más impresionantes de la ciudad más representativa de nuestra civilización. Con miles de personas atrapadas en su interior. Se nos anunció que todo nuestro sistema de vida estaba amenazado, en el punto de mira de un enemigo invisible y despiadado que vive entre nosotros. George W. Bush, Commander-in-Chief de las fuerzas norteamericanas, declaró el inicio de una “guerra al terror”, cuyas primeras batallas se libraron en Afganistán, Irak y el propio código de libertades americano. Estos ‘ataques preventivos’, tras cobrarse miles de víctimas y dejar en ruinas sus primeros campos de batalla, no han hecho mella en el enemigo. Al contrario, parecen haberlo hecho más fuerte, y desde 2001 hemos vuelto a estremecernos con bombas en Indonesia, Londres e incluso Madrid, bombas que en España salpicaron el proceso electoral en curso y provocaron un vuelco en las urnas y una peligrosa crispación política interna. Esta guerra al terror, en sí terrorífica, no parece acercarse a su fin, y de hecho ya se habla de “guerra permanente”.
No son buenos tiempos para la comedia. Después de los ataques del 11-S, en Estados Unidos se cancelaron los programas cómicos televisivos, los periódicos satíricos interrumpieron su trabajo y los clubes de la comedia cerraron. Pasaron semanas antes de que el humor se considerara algo aceptable, y que el Alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, apareciera en Saturday Night Live, un célebre programa de televisión humorístico, para tratar de restaurar la normalidad. Pero la nube de solemnidad no se ha disipado del todo, y de hecho, si nos fijamos, es sólo el último nubarrón en un cielo oscuro que desde hace tiempo impide que brille la luz del optimismo.
Desde hace varias décadas, el telediario, la prensa y la radio ofrecen diariamente un menú de noticias funestas: Los ecosistemas se tambalean, la temperatura global sube, los terremotos y huracanes devastan poblaciones enteras, el SIDA y la gripe aviar se extienden, el crimen empeora, el consumo de drogas aumenta, el abismo entre ricos y pobres se vuelve aún más profundo, y entre la juventud el botellón reemplaza a las pipas y la Playstation al parchís. Abundan los profetas apocalípticos que nos advierten que se avecina el debacle de casi todo. Y para evitar estas previsibles catástrofes, se anuncian nuevos conflictos bélicos más o menos metafóricos. Lanzamos guerras contra el crimen organizado. Luchamos ferozmente contra el SIDA y las hambrunas. Atacamos los problemas ecológicos. Incluso “combatimos la violencia”.
Tanto espanto nos aturde y nos asusta. Da yuyu. Ya no podemos salir a la calle sin ver a cada conciudadano como un potencial pedófilo, traficante de órganos o periodista de algún reality show con cámara escondida en el piercing del ombligo. Cualquier visita a la playa implica riesgo de cáncer por exceso de rayos UVA, de salmonelosis por el bocata de tortilla o de alguna gigantesca ola que se lleve por delante hasta el chiringuito. Hay incluso quién nos advierte que este mismo miedo sirve para hacernos más dóciles, manipularnos con facilidad y ayudar así a instaurar nuevos y siniestros totalitarismos –¡lo cual resulta aún más terrorífico!
En cualquier caso, lo que está claro es que no es momento para bromear. No podemos tomarnos todo esto a la ligera. Hay que ser responsables, preocuparse mucho, luchar, sacrificar y sufrir. Hay que ser serios. Porque debemos defender la democracia y el derecho a afeitarse la barba en todo el mundo. Porque hay que salvar el planeta de nuestro apetito insaciable de petróleo, pescaíto frito y papel higiénico. Porque en Africa la gente se muere de hambre y en América por comer demasiada hamburguesa. Porque otro mundo es posible, aunque no estemos muy seguros qué otro mundo queremos. En definitiva, porque es la Guerra, la Madre de Todas las Guerras, la Madrastra Apocalíptica de Blancanieves Devora-Enanos de Todas las Guerras.
Estamos convencidos, de hecho, de que al final tendrían razón los profetas bíblicos, los escritos mayas y los chamanes psicodélicos: llega el Fin del Mundo. Sí, todo se acaba. En los últimos años, películas como Terminator, Independence Day, la Guerra de los Mundos, El Día Después de Mañana, Doce Monos, Matrix y casi todas las de James Bond nos han mostrado a la humanidad amenazada por terroristas con armas químicas, robots descontrolados, científicos locos, cambios climáticos y alienígenas malvados. Son fantasías de Hollywood, pero reflejan y refuerzan una corriente cultural cada vez más pujante. La idea de que la humanidad no tiene futuro es casi una ortodoxia.
Sin embargo, y sin restar importancia a los problemas y desafíos a los que se enfrenta la humanidad, creo que es saludable mirar atrás a toda la larga lista de profecías sobre el fin del mundo que se han formulado. Entre los primeros escritos de la humanidad podemos encontrar una tableta de los asirios que ya nos advertía 2800 años antes de Cristo que “nuestra tierra se está degenerando en los últimos tiempos. Abundan la corrupción y los sobornos. Los niños ya no obedecen a sus padres. Y es evidente que el fin del mundo se acerca”. Más adelante los primeros seguidores de Cristo creían que el Armagedón llegaría en sus propias vidas, y que había que tener las maletas de la conciencia bien hechas por si el Juicio Final les pillaba desprevenidos. Desde entonces, el calendario cristiano se ha llenado de fechas fatídicas. Por ejemplo, en 1665, un tal Solomon Eccles, clérigo quákero, espantó a los londinenses con aseveraciones apocalípticas que resultaban bastante convincentes, en un momento en el que la plaga bubónica llenaba la ciudad de monstruosos cadáveres. Y la cosa se volvió más plausible aún cuando el año siguiente, en 1666 (¡1000 + el número de la bestia!) un enorme fuego arrasó con medio Londres. Pero no fue el Fin del Mundo. Nuestro planeta siguió tozudamente dando vueltas, y hoy los londinenses, a pesar de guerras, ataques terroristas, averías del metro y vacas locas, siguen bebiendo pintas en los pubs de la city para tratar de olvidar sus problemas, al igual que en 1666.
En 1798 Thomas Malthus predijo, también bastante plausiblemente, que la humanidad se acercaba hacia una catástrofe inevitable: Si la población mundial seguía creciendo así, ¿cómo íbamos a alimentar a todos? ¡Imposible! En dos siglos no sucedió tal catástrofe, entre otros motivos porque el control de la natalidad está frenando el crecimiento demográfico. Sin embargo, en 1968 Paul Ehrlich publicó un libro llamado La Bomba de la Población, que vendió millones de copias aterrorizando a la gente con la misma idea, y esta vez con fecha: antes de 1990 una hambruna global nos llevaría al caos. Casi al mismo tiempo otro bestseller mundial, Los Límites del Crecimiento, advertía que en los años 80 se agotarían diversos recursos naturales como el zinc, el mercurio o el oro, y que los precios de numerosos otros materiales se dispararían por la escasez. Afortunadamente, nada de esto sucedió. Aunque parezca asombroso, dado que la población mundial creció de 3500 a 5000 millones en veinte años, la producción de alimentos y la extracción de recursos naturales crecieron aún más rápidamente, y los precios de alimentos y recursos no subieron, sino que más bien bajaron, como han continuado a hacer desde entonces.
A finales de los años noventa se multiplicaron las teorías esotéricas y los temores sobre un posible Fin del Mundo con la llegada del fatídico “año 2000”. Muchos citaron al celebrísimo Nostradamus que advertía que en el séptimo mes de 1999 llegaría del cielo un “Rey del Terror” para provocar alguna gran catástrofe. Y para colmo, los informáticos, que de esotéricos no suelen tener mucho, se dieron cuenta de un fallo básico en el diseño de todos los ordenadores del planeta: las fechas se guardaban con dos dígitos (98) en vez de cuatro (1998) para ahorrar espacio de memoria. Por este error garrafal, se supone que el 1 de Enero de 2000 se produciría un colapso de millones de ordenadores. Según algunos analistas de la época, el sistema bancario se derrumbaría, los alimentos no llegarían a las tiendas, caerían aviones del cielo, se dispararían misiles nucleares y los videoclubs tratarían de cobrarnos millonadas por devolver una película con 100 años de retraso –un Apocalipsis en toda regla. Los más convencidos construyeron refugios nucleares, compraron víveres para sobrevivir un año entero, huyeron de las ciudades y dejaron de alquilar vídeos. Pero el 1 de Enero llegó, y lo único que había cambiado es que Papá Noel y los Reyes Magos fueron muy generosos en los hogares de los consultores informáticos.
Estas predicciones (y muchas otras, las hay a cientos) sobre el Fin de los Tiempos me recuerdan el telegrama que envió Mark Twain desde Londres a Estados Unidos tras publicarse la noticia de su defunción: “Las noticias sobre mi muerte son bastante exageradas”. Por alguna extraña razón, considerando que quienes vivimos en el primer mundo gozamos de un nivel de vida y unas libertades sin precedentes en la historia de la humanidad, nos fascina la idea de que todo esté a punto de irse al garete. Pero las noticias sobre el Fin del Mundo son “bastante exageradas”. La realidad del asunto es que vivimos en una época de luces y sombras, de corrupción y generosidad, violencia y altruismo, genialidad y estupidez, riqueza y pobreza, muerte y vida. Si miramos a la humanidad, hay mucho que puede enorgullecernos y mucho que puede avergonzarnos, y debemos trabajar por un mundo mejor. Pero no hace falta trabajar bajo el temor de que el cielo se nos cae encima. Muy probablemente, no estamos llegando al Fin del Mundo, ni vivimos en una época especialmente trascendente y dramática, que requiere una excepcional gravedad de espíritu. Vivimos en una época como otras, especial sólo porque nos ha tocado vivirla.
Pero ¿cómo explicamos que haya tanta tragedia y tanto conflicto en las páginas de los periódicos? Mahatma Gandhi decía que si revisamos la historia de la humanidad, o la prensa diaria, da la impresión de que los seres humanos somos crueles, violentos y despiadados por naturaleza, siempre peleando, conquistando, esclavizando y exterminándonos los unos a los otros. Pero en realidad, según Gandhi, esto es una distorsión tremenda, por que lo que la historia y las noticias recopilan son precisamente las excepciones a la regla general, a la Ley. Y la Ley a la que se refiere es el amor.
Esto es fácil de probar, continúa el sagaz pensador y agitador político, porque si estuviéramos siempre sacándonos las tripas, no habríamos llegado hasta el siglo XXI. Nos habríamos auto-destruido mucho antes. Si estoy yo aquí para escribir estas frases y tú ahí para leerlas, es que hemos tenido padre, madre, familia, amigos y una sociedad que nos ha acogido, nos ha cuidado, nos ha mimado y nos ha enseñado a vivir, a pensar, a leer y a preocuparnos por los demás, para que el ciclo continúe y la Ley del Amor se siga cumpliendo. El mundo es muy grande, y hay suficientes excepciones a la regla como para llenar de miseria un telediario de 30 minutos. Pero no hay que olvidar que son excepciones(1).
En efecto, los medios informativos seleccionan las noticias precisamente según el horror que puedan causar. ¿Qué más da si el agujero del ozono ya se está recuperando? Ahora lo que vende periódicos es la amenaza del cambio climático. ¿La economía nacional va tan bien que ahora medio mundo sueña con vivir aquí? Vendámoslo como “la amenaza de la inmigración”. ¿Para qué hablar de que el paro baja cuando el crimen este mes ha subido? ¿Qué interés tiene que la lanzadera espacial haya despegado con éxito cuando un autobús en Guatemala se ha despeñado por un barranco? Las noticias tienen que ser, sobre todo, emocionantes. Tienen que subir la tensión arterial. Por eso la banda sonora del telediario podría servir para una película de Indiana Jones.
Como reza un libro de texto sobre el periodismo, “una buena noticia normalmente es una mala noticia.” La cruda realidad del mundo informativo es que cuantos más muertos mejor, y cuanto más ‘cercanos’ sean estos muertos, más mejor aún. Porque no es lo mismo 50 muertos en Soria que en Istambul, Wyoming o Funifuti(2). Y el motivo es que cuantos más muertos, y más cercanos sean, más nos llama la atención y más ‘impacto mediático’ tiene. Si no hay muertos, al menos que haya víctimas de algún tipo, o amenazas de catástrofes, o sospechas de posibles complots futuros, o hipótesis plausibles de oscuras conspiraciones pasadas...
Leí en un libro de anécdotas reales sucedidas en la redacción de un periódico, que una mañana sonó el teléfono y al cogerlo un señor pronunció las siguientes palabras: “Buenos días, les llamo para decirles que he sido asesinado.” ¡Menuda exclusiva! Pero, más allá del disparate en sí, se me ocurría que basándose en esta idea, los periodistas en cuestión podrían haber creado la noticia del siglo. Imagínate el sobresalto que te llevarías al ver el siguiente titular en la portada de los periódicos: “HAS SIDO ASESINADO”. Desde el punto de vista periodístico, sencillamente perfecto.
No se si nos habrán asesinado o no, pero sea como fuere, creo que tenemos derecho a reír. A pesar de todos los horrores del mundo, que sin duda los hay, el sentido del humor tiene también su lugar. Que nadie nos agüe la fiesta. De hecho, en los peores infiernos es cuando más se necesita. En el filme de Roberto Benigni La Vida es Bella, un prisionero judío hace creer a su hijo que el campo de concentración es en realidad el escenario de un juego muy divertido, cuyo objetivo es seguir todas las reglas para ganar puntos y conseguir un tanque. Se trata de una ficción, pero refleja la realidad de muchas víctimas del holocausto, que consiguieron mantener el buen humor contándose chistes o incluso llegando a organizar espectáculos cómicos en lugares tan tétricos como Auschwitz. Si ellos pudieron, ¿no podremos nosotros?
(1) Aceptar esto no implica, por cierto, dejar de trabajar por la justicia social, la salud del planeta u otras causas. La mejor demostración de ello es precisamente la vida de Gandhi.
(2) Funifuti existe de verdad, aunque es probable que nunca hayas oído hablar de ella. Es la capital de las Islas Túvalu. Y aunque esté lejos y vivan sólo 9000 personas (es el segundo país más pequeño del mundo), también suceden cosas ahí, de gran importancia para sus habitantes. De hecho actualmente sufren la crisis más grave de su historia, un apocalipsis liliputiano provocado por el cambio climático. Según algunos cálculos, la población entera puede quedarse sin hogar en menos de 50 años gracias a la subida del mar. Las inundaciones, de hecho, ya son habituales. (“Move Tuvalu Population To A Fiji Island To Ensure Survival, Scientist Says”, Tuvalu News, 20/2/2006).
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